¿Desde cuándo entrar al cine me da ganas de llorar? Tal vez suceda hace tiempo, y en realidad por esto mismo no lo sé, por mi ausencia de hace tiempo por allí.
Entrar por los largos pasillos que te redirigen a las salas entre alfombras bajo mis pies y lados. Y ver, carteles de entre tres metros más o menos, una cantidad de entre quince y veinte películas de las cuales ninguna pero ninguna sea argentina (si quiera latinoamericana), me hizo un nudo en la garganta y me puso vidrioso los ojos.
Sé lo que implica el circuito comercial y cómo funciona la industria cinematográfica, los grandes beneficios que le generan a las salas comerciales el colocar un film nacional u otro, siendo de origen estadounidense, británico o europeo los más. Pero no dar al menos un pequeño lugar a la industria local no hace más que aplacar la ya reducida producción. Incluso ahora se ofrecen promociones para todo el mes de enero los días martes y miércoles, ¿Por qué incentivar la masividad en películas que tienen ya cubierta, o lo hacen rápidamente, la cuota de pantalla? ¿No sería más beneficioso para todos que las producciones locales se encuentren a menor precio, acostumbrando el consumo de las mismas y, tal vez así también, aumentar su demanda? Logrando a su vez, un crecimiento en la industria, con mayor cantidad de producciones, una suba en la demanda laboral y una base mayor de la cual parte la cultura y el arte; con el tiempo la cantidad hace a la calidad.
El problema de todo recae en una situación: El circuito comercial está dado y no puede destruirse así como así, o por lo menos no de un día para el otro, entonces: ¿Qué hacemos con esto? ¿Se puede estar dentro? ¿Y en contra?.
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