Un
día soleado, de esos en que el cielo azul resplandece. Camino sola. Sin nubes.
Lo aclaro como si tuviera una importancia en sí misma. Estoy conmigo. No sé tampoco
si es la palabra soledad; en realidad creo que es la A, que me irrita. Lo digo
porque no me intimida pero me siento impulsada a tener que aclararlo. Me siento
a la defensiva.
Camino con un short, sí
bien corto y qué, una musculosa que dejo entrever mi corpiño, también. Camino conversando
el camino, reviso todo. Alguna calle cortada por alguna construcción me obliga
desviarme. Semiperdida por donde pasar hago caso omiso sigo a la manada. Miro:
son todos hombres. Pero continúo como si el prejuicio no me invadiera, me
acomodo la mochila en la espalda. Adelante policías de todos los colores
ayudaban a restituir el tránsito. Sentí un pellizco, en el ¡CULO! Giré la
cabeza de inmediato. El uniformado de azul se reía y apoyaba su sucia mano en
su chaleco protector. Lo miré hasta que me esquivó. Dejé que la manada pasara y
la atravesé. Sobre una puerta, cuatro uniformados parados con mirada fija. Me
dirigí a la mujer. “¿Lo vio?” Dije señalando hacia atrás, incluso sabiendo su
respuesta. La mujer de gorra a penas me miró. “¿No pueden hacer nada?” le
pregunté inútilmente, y de manera inocente. “No puedo hacer nada” me respondió
con una sonrisa irónica. Casi sin pensar pregunté realmente de manera sincera
con intenciones de obtener un conocimiento revelador: ¿Para qué están? Esperaba
algo así como una definición de diccionario. Con seriedad me respondió de
manera inquebrantable: “Para ayudar y restablecer el orden social” Y entonces, “¿Por
qué no me ayudan?” “Porque no pasó nada” “¿O sea que van a esperar a que pase
algo? ¿No se supone que están para prevenir?” Mientras, se alejaba con sus
compañeros que apenas me dirigieron la mirada. Me dijo sin gritar. “Porque no
pasó nada” y apoyaba sus manos sobre el chaleco protector.